Érase
una vez un niño. Era un niño pequeño. Un guaje de ni siquiera cinco años. A esa
edad las personas no están formadas todavía. Sus decisiones son impulsivas. Los
seres humanos definen su carácter en los primeros años de vida. Ciertas
situaciones pueden definir la personalidad de un infante. Hechos que pasan
desapercibidos para un adulto, algo nimio pero marcará a esa persona a lo largo
de su vida. Incluso sin ser consciente de la raíz de las repuestas atávicas los
hechos diferenciales sucedieron y se quedaron ahí; como la marca de un
meteorito en la tierra siberiana. Este zagal no lo sabía pero una mañana
cualquiera ese meteorito iba a hacer una herida indeleble en su aún no formada
personalidad.
La
madre del niño lo llevaba de la mano, él no quería acompañarla a hacer la
compra pero había acabado convenciéndole: ese día le compraría una galleta
especial. Cuando el 90% del único salario que entra en casa se gasta en pagar
la hipoteca es difícil hacer milagros. Aun así, los niños no podían dejar de
comer. No era una época que pobre era aquel que no podía llenar el depósito del
BMW para ir a esquiar como todos tenían poco, nadie se sentía pobre. Pobre era
aquel que no podía comer por fortuna ellos podían comer pero sin caprichos. Y
ese día se darían uno.
El chiquitín
era consciente de las estrecheces familiares. Aprendió de su madre a mirar
siempre los precios, a economizar, a estirar al máximo donde no había. Cuando
no iba de la mano simplemente seguía a su madre por los diferentes
establecimientos como un perro faldero.
Una
tienda tras otra el exiguo presupuesto se iba acabando. El niño se daba cuenta
de la situación y un día más aceptaba abnegado su destino. No habría galletas
especiales sólo las galletas María que habían salido con defecto de la fábrica.
No necesitaba mucho para ser feliz pero eso era una decepción más. La madre,
angustiada viendo la expresión de resignación en la cara de su hijo le espetó:
- "No te preocupes, aún queda dinero para tus galletas."
Muchas
personas no son conscientes de lo que tienen hasta que lo pierden. Los
desheredados, los parias de la tierra saben apreciar cada alegría que les da la
vida. Así este niño taciturno cambió su semblante y su desesperanza se transformó
en ilusión. Ya no necesitaba la mano de su madre. Cogió las bolsas y se dirigió
a la tienda de galletas. Sabía que no iba a poder comprar gran cosa pero algo
que le sacará de la rutina sería suficiente. Esas galletas baratas eran
suficiente para él pero una alegría de vez en cuando, algo que le sacara de la
rutina, eso era el pequeño capricho que hoy se iban a permitir. Sólo quería eso, puede no parecer mucho pero
para ese zagal era más de lo que hubiera podido esperar.
Al
llegar al pequeño establecimiento se sintió como si fuese la fábrica de
chocolate de Charlie. Sus ojos parecían salirse de sus órbitas. De normal nunca
miraba nada que se saliese del menú, mejor no desear lo que no se puede tener,
pero esa vez era diferente. Galletas de anís, barquillos de canela,
napolitanas,… todo parecía delicioso en su mirada. El niño, sobreexcitado, iba
de un lado a otro como un colibrí diciendo quiero esto, quiero esto otro, no no
esto. En cualquier caso sabía que posiblemente sólo podría elegir una de las
galletas.
La
madre se dio cuenta que no podría cumplir su promesa y se puso nerviosa ya no
quedaba dinero para estirar. El niño seguía en su fantasía incrementada por la
orgía de olores que desprendía la tienda. Volando como un colibrí esta, no, la
otra,…
-
"Cállate, no podemos comprar galletas". Una frase seca, un poco
cortante y ligeramente más alta del tono habitual pero fue suficiente.
La cara
del niño se desencajó. Simplemente no se lo esperaba. Sabía que no podría
adquirir media tienda pero… una galleta.
La
madre, triste por haber roto el corazón de su hijo, le ofreció cambiar las
galletas que comían todos los días por una sola de las galletas que él deseaba.
Rechazó la oferta. Las baratas galletas del desayuno eran necesarias mientras
que su capricho no lo era. El niño maduró en un solo instante y aprendió a
diferenciar lo necesario de lo superfluo.
La
tienda estaba llena de gente que había observado la escena con tristeza. Es
duro ver como un niño pasa de la alegría a la tristeza en un segundo. Mucho más
triste si es su madre el catalizador. Mucho peor si es por imposibilidad
económica. Una señora, apenada por la situación, se acercó al niño y se ofreció
a pagar las galletas.
El niño,
sin ni siquiera levantar la mirada, rechazó su ofrecimiento. Eran demasiado
pobres para obtener esas galletas no era cuestión de quién las pagaba era de
quien las merecía. En ese momento se sintió indigno de estar en esa tienda
donde sólo se podían permitir unas galletas que ni siquiera estaban en el
expositor. Sólo quería cogerlas lo más rápido posible y salir de allí.
Por el
rabillo del ojo puedo ver como a su madre se le rompía el corazón. Eso fue lo
más duro de todo. Sus caprichos de niño habían hecho daño a quién él más quería
en el mundo. Ese día se juró a sí mismo que nunca más desearía lo que no
pudiese conseguir por sí mismo.